El Jardin de los colores

Sara en su aventura

En un pequeño pueblo rodeado de montañas y ríos, había un jardín mágico donde crecían flores de todos los colores imaginables. Cada mañana, un niño llamado Leo visitaba el jardín para cuidar de las flores y hablar con ellas. Leo tenía una conexión especial con las plantas; podía sentir sus emociones y comprendía cuando necesitaban agua o sol. Pasaba horas disfrutando de su compañía, y las flores lo querían tanto que florecían aún más cuando él estaba cerca.

Un día, mientras regaba las flores, Leo notó que algunas se veían tristes. Se acercó y les preguntó qué pasaba. Las flores, con sus pétalos caídos, le contaron que necesitaban más colores para ser felices. Se sentían apagadas y anhelaban ver el mundo en todo su esplendor. Leo se sintió un poco triste al verlas así, y decidió que debía ayudarles.

Con gran entusiasmo, Leo regresó a su casa y buscó pinturas de todos los colores. Con un pincel en mano y una sonrisa en el rostro, comenzó a pintar las flores. Usó azul para las margaritas, rojo para las rosas y amarillo para los girasoles. A medida que las flores se llenaban de color, comenzaron a sonreír y a cantar. Era como si el jardín estuviera despertando de un largo sueño. Leo se sintió muy feliz al verlas contentas.

Pero había algo más que Leo quería hacer. Recordó que, además de colores, las flores también necesitaban compañía. Así que decidió invitar a sus amigos a visitar el jardín. Les habló de la magia que había allí y de lo felices que se sentirían las flores al tener más gente alrededor. Sus amigos aceptaron la invitación, y al día siguiente llegaron al jardín, riendo y jugando.

Los amigos de Leo comenzaron a cuidar del jardín también. Juntos, regaron las flores, recogieron las malas hierbas y compartieron historias. Cada rayo de sol que tocaba las flores las hacía brillar más, y los niños se dieron cuenta de que el jardín no solo se llenaba de colores, sino también de risas y alegría.

A medida que pasaban los días, el jardín se convirtió en un lugar vibrante y lleno de vida, donde todos los niños del pueblo venían a jugar y a disfrutar. Leo aprendió que dar color a la vida de otros también llenaba su corazón de felicidad. A través del cuidado y la amistad, el jardín se transformó en un símbolo de amor y conexión para todos en el pueblo.

Moraleja: La verdadera felicidad se encuentra en compartir momentos con los demás y en cuidar a quienes nos rodean. Al hacer felices a otros, encontramos la alegría en nuestro propio corazón.